«Aunque se pierdan otras cosas a lo largo de los años, mantengamos la Navidad como algo brillante... Regresemos a nuestra fe infantil.»
(Grace Noll Crowell)
(Grace Noll Crowell)
Las delicadas notas de Moon River, magistralmente tocada en un piano de cola negra, impregnaban el restaurante. Enseguida se dio cuenta de que aquella melodía agridulce, que se combinaba con la iluminación tenue que desprendían los farolillos repartidos por la estancia y las velas colocadas en el centro de las mesas, otorgaba al local una atmósfera mágica. La decoración vintage, a pesar de incurrir en algunos anacronismos, y los elegantes uniformes del personal, conseguían crear un indudable ambiente romántico. No cabía duda de que la clientela apreciaba la decoración casi cinematográfica, la música suave y la solemnidad de los camareros encorsetados en su papel, a juzgar por el hechizo que todos aquellos elementos ejercían en los asistentes.
No había un solo sitio libre y Miguel Ángel tuvo que sentarse en la barra. De ese modo pudo analizar, no sin desagrado ni cierta fascinación morbosa, las causas de que su pequeño negocio familiar hubiese sido desplazado en las últimas semanas. Una famosa franquicia de restaurantes había conquistado algunos de los principales puntos de la costa gallega, provocando el desplome de muchos hosteleros tradicionales, y, para su desgracia, desde que también se habían instalado enfrente de ellos, las consecuencias eran similares.
Le dolía reconocer que la competencia les había arrasado con su despliegue de efectos especiales. Pero, después de ver a muchos de sus antiguos clientes disfrutando de una agradable velada en aquel local, Miguel Ángel regresó a su restaurante cabizbajo y pensativo. El invierno en aquella diminuta localidad pesquera se manifestaba en forma de vientos huracanados y chaparrones tormentosos, así que se guareció debajo de su paraguas y cerró todos los botones de su abrigo para protegerse. Allí nunca les llegaba la nieve que embellecía los paisajes de las postales navideñas, pero en aquellos días podían observar al mar embravecido rompiendo con furia contra las rocas, bajo un cielo permanentemente brumoso, como si una tempestad bíblica se hubiera desatado.
Su hija y su cuñado le esperaban charlando en mitad del comedor vacío. Otra noche más cerrarían el restaurante sin apenas haber hecho caja y los tres sabían que aquella situación no sería sostenible durante más tiempo. Si no conseguían captar nuevos clientes y recuperar a los antiguos, no podrían hacer frente al pago de las nóminas de los camareros en diciembre. No era una buena manera de acabar el año y menos aún de enfrentar al futuro.
—¿Cómo es? —le preguntó Sofía, su hija. A pesar de su tez blanca, sus vivaces ojos azules y la inocencia que emanaban sus facciones, ya era una mujer adulta, pues había alcanzado la treintena con gran fortaleza de carácter y una marcada personalidad. Ella les alentaba a todos cuando se dejaban vencer por el pesimismo. —¿Qué tiene de especial ese sitio?
—Mucha parafernalia, con un aire muy esnob y un pianista en directo —masculló él. —Pero es bonito.
—Pues algo habrá que pensar —intervino Luis, su cuñado.
—No tenemos dinero para competir con ellos. Nosotros no podemos permitirnos contratar música en vivo ni hacer una reforma semejante del restaurante —repuso Miguel Ángel, consciente de que su escaso presupuesto no podía asumir un desembolso tan grande. —No sé qué más podríamos intentar.
—Algo habrá que hacer —insistió Sofía. —Llevamos aquí casi medio siglo, no podemos desaparecer como si no tuviéramos una historia detrás. Por eso he estado buscando en internet estrategias para consolidar o remontar un negocio.
Miguel Ángel se sentía anímicamente muy cansado, pero se sentó en una silla, dispuesto a escuchar las ideas de su hija.
—Creo que lo más importante es diferenciarnos de ellos, ofrecer algo distinto, encontrar un nuevo estilo que refuerce nuestra imagen —agregó ella.
—Diferentes de ellos ya somos —opinó Luis. —Y no parece beneficiarnos.
—Porque nos hemos quedado obsoletos. Heredamos el restaurante de los abuelos, con una clientela más o menos afianzada y nos acomodamos —objetó Sofía. —Supongo que ese ha sido nuestro error.
—¿Y qué propones? —preguntó Miguel Ángel, cansado de tanto rodeo. —Te escucho.
—Pues, veamos: en primer lugar, creo que los expertos a los que he leído tienen mucha razón al sostener que la tecnología es una herramienta poco exprimida y que ahí hay un filón. Además, nuestra competencia presume de tener música en vivo, decoración con tintes de época y menús en papel, ¿verdad? Estaría bien ser lo opuesto: modernos y actuales.
—¿Y cómo hacemos eso?
—Bueno, ahora me explico —Sofía hizo una pausa. —Seguro que no todos los clientes estaban escuchando de verdad al pianista, muchos hablarían entre ellos o se entretendrían con sus tablets y smartphones, ¿a qué sí?
Miguel Ángel asintió con la cabeza, aunque no tenía claro adonde conducía la argumentación de su hija.
—Propongo sustituir los menús en papel por cartas digitales, que los clientes podrán consultar en nuestras tablets, contar con una aplicación móvil y mejorar nuestra página web —soltó, al fin.
—¿Y eso para qué? —preguntó Luis, mientras se mesaba su frondosa barba.
—¡Pues para llamar su atención! He visto que una empresa gallega de informática se ocuparía de todo. No es muy caro. A cambio dispondríamos de cartas digitales, que se pueden modificar a menudo, de forma más rápida y sencilla, también tendríamos la posibilidad de subir nuevas fotografías de nuestros mejores platos, de añadir una extensa vinoteca y tener actualizados los filtros de alérgenos. Además, con las encuestas de satisfacción, los clientes nos darían su opinión al acabar de comer.
—¿Crees que eso funcionaría?
—Al menos, tenemos que intentarlo. Es algo diferente e innovador, papá.
—Bueno. ¿Y cómo lo ponemos en marcha? —inquirió Luis.
—Hay que hacer publicidad. Compramos las tablets, contratamos el servicio y lo publicamos en la web, en las redes sociales y en la app móvil. Podemos hacer distintas ofertas para Navidad, atraer a los consumidores con el uso de la tecnología como novedad y así plantar cara a los cursis de enfrente.
—Te doy total libertad para organizarlo, Sofía —aceptó Miguel Ángel, contagiado por su resolutivo entusiasmo.
—Pediré a los camareros que me ayuden a modificar la decoración, a elegir música de fondo, aunque no sea en directo, y a retocar la iluminación. Les sorprenderemos —aseveró ella, con una gran sonrisa de esperanza perfilada en los labios.
Organizaron el evento para la víspera de Nochebuena, esperando que en esa fecha pudieran asistir más personas. Siguiendo las instrucciones de Sofía, distribuyeron candelabros y flores de Pascua por las mesas, eligieron varias versiones instrumentales de villancicos tradicionales como música de fondo, repartieron las tablets entre los primeros comensales y les preguntaron qué postre preferían como colofón a su cena.
Lo cierto fue que las expectativas de Sofía eran tan altas que no pudo disimular la decepción ante su padre cuando solo acudió una docena de personas. Habían repartido invitaciones, avisado a sus vecinos, amigos y clientes más antiguos, así como también habían difundido la noticia en facebook y twitter, y aún así no habían suscitado gran interés. Pero no consintió que su ánimo decayera por ello. Se empeñó en continuar de forma invariable con sus planes.
La sorpresa fue común en los comensales cuando vieron dibujados sus nombres en la felicitación personalizada que el cocinero había incluido en cada uno de los postres que ellos eligieron al acomodarse en sus mesas. Además, una vez pidieron la cuenta, las parejas de enamorados y los matrimonios recibieron como obsequio una pareja de tórtolas, así como a los solteros y grupos de amigos les regalaron unas campanas de cristal para adornar el árbol de Navidad.
Curiosamente, una encantadora octogenaria se reveló como la admiradora más apasionada de la carta digital. Doña Mercedes llevaba más de una década sorda como una tapia, y, como además estaba viuda, a menos que alguno de sus hijos o nietos la acompañara al restaurante y le sirviera de intérprete, no podía entender bien las explicaciones de los camareros. Siempre tenía que subir al máximo el volumen de su audífono y se veía forzada a hacer innumerables esfuerzos para leer los labios de los camareros si quería asegurarse de no envenenarse con aquellos ingredientes que, a su edad, le provocaban intolerancia. El filtro de alérgenos le permitió eliminar de la carta todos aquellos platos que podían perjudicarla, y, aunque no oyera con claridad la respuesta de Sofía, la felicitó sinceramente por aquel nuevo mecanismo que, al menos a ella, le simplificaba enormemente la vida. Y, desde entonces, aquella buena señora se presentó cada domingo a comer.
—Al menos tenemos la satisfacción de que todos se han ido contentos —le dijo Miguel Ángel, una vez despidieron al último cliente y cerraron las puertas del restaurante. — Ha sido la mejor noche en mucho tiempo. Tu madre estaría orgullosa.
Sin embargo, aquel ligero repunte en su negocio no resultaba suficiente. Sofía siguió enviando notificaciones y correos electrónicos, discurriendo ofertas atractivas y creando nuevos eventos, y el boca a boca les ayudó a impulsar su poder de convocatoria.
No recibieron demasiados clientes durante el resto de fiestas navideñas, pero, a petición de Sofía, su cocinero elaboró una carta de platos ideada especial y únicamente para el día de Año Nuevo, y, por fin, a mediodía, lograron un lleno absoluto. En una localidad pequeña la predilección de unos cuantos por un local se contagiaba instantáneamente a los demás, pues las modas mudaban al compás del gusto de sus habitantes, sin aceptar influencias externas que no obedecieran a sus deseos inmediatos. Y, por lo que parecía, aquel restaurante prediseñado para un público de personalidad única, que les hacía la competencia desde el otro lado de la playa, estaba perdiendo su capacidad sugestiva.
Mientras el restaurante bullía de actividad, algunas familias esperaban a que las mesas se desocuparan para poder entrar a comer y los camareros corrían apurados de la cocina al comedor, Miguel Ángel cedió la dirección del personal a su hija, y salió a tomar el aire. Aquella fría mañana de enero era, sin embargo, muy serena. Desde las puertas de su establecimiento podía divisar una línea de mar azul en perfecta calma, bajo los rayos de un sol resplandeciente, y escuchar el lejano canto de las gaviotas. Se colocó la bufanda al cuello y aspiró el olor a salitre que inundó sus pulmones.
En un par de meses estaría ya jubilado, y podía sentirse tranquilo. Estaba convencido de que su hija salvaguardaría la memoria familiar con la misma dedicación, pericia y entrega de la que él había hecho gala a lo largo de los años. Y también sabía que, a pesar de los altibajos y las complicaciones que hubiera de afrontar, saldría adelante con una visión intuitiva de lo que necesitaban sus clientes. Al fin y al cabo, aquella Navidad había obrado un pequeño milagro. El milagro de la renovación.
¡Entrecartas os desea unas Felices Fiestas!